jueves, 13 de diciembre de 2007

TRES HIPÓTESIS A 32 GRADOS


Una mañana soleada entro desesperada a un café del centro, intentando encontrar algo de sombra que me arranque de la agonía del ingobernable clima. Sentada, escucho la conversación de las personas que tengo en la mesa de al lado. Son tres hombres, dos son extranjeros y el tercero es de la ciudad. Los extranjeros parecen españoles por su acento. El de aquí, está alrededor de los 30 años. A pesar de la informalidad de sus vestimentas y de las risas, me parece que hablan de negocios.

Uno de los extranjeros, el más joven, dice que han estado en Bogotá y que ha observado que existe una marcada diferencia entre la forma de ser de la gente, que parecen dos países distintos, que él está interesado en conocer qué es lo típico de esta región, del Caribe.

El hombre de aquí le responde con una tremenda inocencia, pero con el desparpajo más grande “Lo típico del Caribe son muchas cosas.., verás tenemos el mote de queso, el machucao de ají, el arroz con coco, el suero, la música de acá como la champeta y el vallenato, la chicha de corozo, esos sombreros que ahora están de moda, la arepa de huevo” – cuando concluye su repertorio suelta una risa y con picardía dice “ah, y la agarradita de huevo, el hombre costeño se reconoce por la agarradita de huevo”

El español no comprendió, pero yo no pude evitar reírme. Salí del café pensando en lo que aquel curioso hombrecillo había descrito como una característica propia del hombre costeño, y mientras caminaba algunas cuadras hasta el lugar de mi destino, se reveló ante mis ojos lo que ocurre todos los días de manera inadvertida: hombres en el centro de la ciudad, bajo el sol inclemente, se llevan las manos a los genitales desprevenidamente, algunos guardando un poco más de estilo estético, otros con escupitajo al piso incluido, uno que otro con cierta propiedad para subir un pie al andén o para apoyarse en algún muro. Los más descarados estirándose simultáneamente, sin el más mínimo recato.

Un espíritu investigativo me abrazó y logré, antes de llegar a la Plaza de la Aduana, plantear algunas hipótesis. La primera, los hombres se agarran los genitales en la vía pública y de manera automática, porque les rasca…, lo considere razonable, es picazón, cruel comezón o prurito que le llaman técnicamente. De esa rasquiña que desespera, que sólo reconoce el aquí y el ahora.

La segunda hipótesis, pensé, puede ser por una cuestión de acomodamiento. Los genitales masculinos a diferencia de los femeninos son un poco…, digamos, móviles, entonces puede ser que con el movimiento normal, al caminar o sentarse, padezcan un frecuente desacomodamiento.

La tercera hipótesis se me ocurre más psicológica, puede ser sólo para recordar que sigue allí. Freud hablaba de algo que se llama la ansiedad de castración, y se explica como un temor en los hombres asociado a la posibilidad de perder el pene. Se supone que se presenta durante los primeros años, pero intuyo que en algunos esta angustia se conserva por toda la vida y se llevan constantemente la mano a los genitales en un acto inconsciente por asegurarse que su pene sigue donde debe estar.

A pesar de todos los hombres que observé esa mañana en el ritualístico acto de agarrarse públicamente los genitales, desde un vendedor de aguacates hasta un profesor universitario con guayabera, no estoy de acuerdo con el personaje que en aquel café aseguraba que esto es típico del hombre costeño. La desagradable costumbre se evidencia sólo en algunos. Muchos otros, a pesar de llevar el Caribe en sus venas, actúan con más prudencia y dejan estos movimientos para la intimidad de sus vidas, o por lo menos evitan hacerlo en plena vía pública, a 32 grados centígrados y frente a tantas miradas.

Sin embargo, de cara a mis planteadas hipótesis me pregunto ¿No es más fácil ir dónde un médico para hallar la razón de la rasquiña? ¿No sería buena idea intentar usar otra ropa interior que evite el desacomodamiento crónico? ¿Dejar atrás los rotos calzoncillos que han perdido el elástico y ponerse a la moda con boxer ajustados? Y para el caso de los que simplemente quieren confirmar la presencia del pene, es más sano resolver el conflicto de ansiedad por castración, no sea que un triste día no lo encuentre en su lugar, que se le haya caído pero de cogérselo tanto.

En todos los casos es apropiado buscar la razón y afrontarla, y evitar que se haga típico algo que no tiene porqué serlo. Hace poco en una edición de la revista SOHO, Andrés Ríos, escribió un provocador artículo en contra de los costeños. Aprovechando esta columna, le respondo con cariñosa sátira: Existe una sensualidad en el hombre del Caribe que hace que hombres como él, los quieran fuera de Bogotá, pero mujeres, que espero no la de él, los vengan a buscar acá.


viernes, 7 de diciembre de 2007

DETRÁS DE UN CUERPO QUE CANTA




“Oye Piñales la vida vale la pena Coge la pala en la mano y vamos a sacar arena César Jiménez ya la creciente bajó Vamos a sacar la arena pa`ganarnos el arroz Amil Martínez la vida vale la pena”

Petrona Martínez


Las mujeres cantaoras del Caribe tienen la fuerza de una voz ancestral, su canto se escucha desde Santa Ana hasta San Martín de Loba, y conversa con otros cantos de aquellas voces de cantaoras del pacífico colombiano.

Etelvina Maldonado, Martina Camargo y Petrona Martínez, son una muestra de sublimes maestras bullerengueras y son representación de muchas mujeres que encontraron en el canto la manera de expresar la sensualidad del Caribe, en la firmeza de sus voces y en la pasión de años dedicadas a los bailes cantados, a la tambora y a las palmas.

Son mujeres que parecen haber nacido viejas, sin miedo a las canas, ni a las arrugas, cuya muerte como lo dice Etelvina, sólo ocurrirá cuando dejen de cantar. Y aún así, son voces tan memorables, que retarán el olvido cuando llegue el último día de sus vidas y detengan su respiración, porque seguirán cantando desde algún lugar lejano y su fuerza se seguirá sintiendo en el monte, en los patios de Gamero, en San Cayetano y en Palenque.

En entrevista con el periodista David Lara Ramos, Martina Camargo refiere como acompañó a su padre, Cayetano Camargo, a morir: “le cogía la mano y le preguntaba, papá, ¿le canto tambora?, y él me decía sí, con la cabeza. Yo me le acercaba al oído y le susurraba: ‘papá. le voy a cantar unos temas y usted me dice cuál le gusta” Alguna vez él le había pedido a su hija que nunca dejara de cantar, como si intuyera en ese momento, que era ese mismo canto el que lo iba a conectar con la vida cuando estaba cercano a la muerte. En la misma entrevista, Martina le confiesa a David Lara que ese había sido un momento triste y alegre a la vez “…a veces no podía seguir, me daba dolor verlo así”

Aunque es posible que algunas personas se sintieran complacidas al escuchar en la ceremonia de coronación del Reinado Nacional de la Belleza, la voz de la santandereana Diana Hernández, líder del grupo María Mulata, me pregunto con cierta sospecha las razones que motivan a los organizadores del concurso para traer personajes que imitan pobremente a nuestras cantaoras, teniéndolas a ellas tan cerca, aquí mismo en el Caribe. El cierre de la semana de las fiestas de independencia de Cartagena, se hizo con el mal remedo de nuestras bullerengueras, como si ellas ya estuvieran muertas.

El haberse ganado un premio en un festival en Viña del Mar, no significa que sea representante de nuestra cultura. Aprenderse un bullerengue y cantarlo bonito, no convierte a nadie en bullerenguera, ni debe ser suficiente para confundir a un auditorio, que incauto cree que se está haciendo un reconocimiento de lo propio, cuando en realidad se aprovecha el grito de una cultura para transformarlo en un mercado, en el que todo se vende.
Bastante molesto resulta ver a las presentadoras de RCN comentando películas del Festival de Cine, con esa fachada del séptimo arte que convence muy poco, como para además tener que soportar la incapacidad de diferenciar entre un bullerengue o un chandé, espero que por lo menos la cantante de María Mulata si supiera lo que estaba cantando.

El erotismo de las voces de nuestras cantaoras va mucho más allá de una voz bonita para el canto, es el erotismo de un estilo de vida, de la tradición oral, lo que ocurre mientras se lava la ropa, cuando se busca el agua y se reconoce lo cotidiano de cada día. Alguna vez escuché que Etelvina Maldonado cambió varios premios para que sus hijos pudieran ir a la escuela, entonces tal vez el bullerengue sea sólo un pretexto para mostrar todo lo que se lleva dentro.

Para sacar la voz del cuerpo de una mujer cantaora, se debe recordar lo que ese cuerpo vive. La sensualidad de sus voces viene desde adentro navegando por lo ríos, de la mujer que se escapa en las noches para cantar, de la que deja los oficios a un lado, que enreda al marido con dulces engañitos para poder cantar, que levanta a sus hijos y les da primero de mamar con sus tetas y luego les da de mamar con su canto.

Es cautivante el papel de la mujer en la conservación de la cultura popular, de aquello que se aprende de la boca de la abuela y se regala a la boca de la nieta, de las historias cantadas a sus hijos en las piernas, sembrados en una mecedora, justo antes que el anochecer despunta.

El reconocimiento de nuestra identidad es lo que nos recuerda el sujeto que somos, de dónde venimos es el único punto de partida que nos permite imaginarnos y soñar hacia dónde vamos. Las mujeres cantaoras del Caribe colombiano llevan a cuesta nuestra cultura y nos susurran al oído de qué estamos hechos. Si olvidamos esto, olvidaremos quiénes somos y dejaremos de ser, para convertirnos en nada, en la desgraciada nada.
*Etelvina Maldonado desde el lente de Lisette Urquijo