martes, 24 de julio de 2007

COMO UNA MUJER MANOSEADA

Para el hombre de ojos bellos que tomó mi mano mientras escribía

“Fuera, en el zaguán, en el cercado, se arrastraban los ciegos desamparados, doloridos por los golpes unos, pisoteados otros, eran sobre todo los ancianos, las mujeres y los niños de siempre, seres en general aún o ya con pocas defensas, milagro que no resultaran de este trance muchos más muertos por enterrar”
José Saramago, fragmento de Ensayo sobre la ceguera

Tengo una inquietud. Me pregunto qué hicieron con los habitantes de la calle que merodean el centro de la ciudad para que José Saramago no los viera y qué hicieron con las niñas víctimas de explotación sexual que se venden en el sector. La prensa anunciaba la llegada del novel a Cartagena y la celebraba con sincera emoción, pero cuántos cartageneros tuvieron la posibilidad de escucharlo. A muchos ni les interesaba, porque ni siquiera sabían de quién se trataba. Estaban ocupados en el rebusque diario, en ver como resolvían el día a día.

Saramago es ateo, marxista y absolutamente crítico de la realidad social. Cuestiona su apariencia burguesa, pero se presenta abiertamente como un campesino. No cree que las religiones unan a los seres humanos, porque es capaz de analizar tantos odios ancestrales en nombre de un dios, tan a la mano, cuando el Santo Papa expresa ambiguas declaraciones que ofenden al mundo Musulmán.

Se pregunta sin miedo por la democracia, en un mundo en el que aquellos que lideran las políticas sociales y económicas no son elegidos por nosotros. Ese es José Saramago, el autor de Ensayo sobre la ceguera, El evangelio según Jesucristo y de tantos otros textos más que lo han llevado a ser uno de los escritores más reconocidos de los últimos años.

Nacido en 1922, no le teme a la muerte, y en medio de una Cartagena militarizada entre las murallas, garantizando su seguridad y la de otros ilustres invitados, menciona un iluminante discurso, pero peligrosamente estéril si su voz no llega a aquellos que más necesitan escucharlo.

Es una muestra más de una ciudad que tiene las mismas condiciones de aquella mujer manoseada por todos, que por algo que perdió en el camino, no ha sido capaz de evitar perder la dignidad que le queda.

Aquella mujer que se apuesta en la esquina, que se oferta, como he visto a muchas haciéndolo en la calle para que algún turista le compre un tinte para el cabello o le de unos cuantos pesos que a cambio del euro no significan nada. Que si le doblan la oferta acepta no usar preservativo y que aún embarazada sigue en el oficio. Mientras llegan visitantes ilustres, los tambores siguen sonando cada noche en la que a cambio de tan poco se pierde todo.

Media ciudad tiene los pies en el barro, los niños mueren en un hospital esperando una unidad de cuidados intensivos que nunca se construyó, niñas ofrecen su cuerpo en el mercado, se discrimina a los negros en una ciudad de negros, en la que muchos desean otro color del piel y celebran el signo de “la bandera” en el color amarillento del cabello de sus hijos desnutridos como la esperanza de que algún día se vuelvan blancos, y se siguen eligiendo gobernantes a cambio de una teja que la brisa de agosto se lleva.

Cuando se le pone precio al cuerpo se ha perdido el valor del cuerpo. Dicen que las propiedades del centro de Cartagena se están valorizando…, lo dudo mucho, estarán subiendo de precio, que es otra cosa. Difícilmente se aumentará el valor de una ciudad que se disfraza con maquillaje para salir de noche y parecer digna de aprecio, cuando en el fondo de su alma vive en la agonía de saber que si no muere de hambre es porque la desidia la está matando.

Nos vendemos al mejor postor, perdemos la inocencia a cambio de unos cuantos pesos. Nos corrompemos, nos abandonamos, nos regalamos, nos dejamos usar, tocar y manosear. Somos una ciudad que acude silenciosa a la cita, sumisa, y se embriaga para olvidar los años de olvido en el que estamos. Lápiz de labios que nos esconda el hambre de la boca, unas gafas de sol que oculte el dolor de los ojos y un cigarrillo que nos ayude a mentir con ese mismo aíre desolador de un burdel.

La metáfora de la mujer manoseada es insuficiente. Muchas mujeres que ejercen la prostitución están en el lugar que su propia historia las ha puesto, la desgracia es dejar de soñar estar en otro lugar y abandonarse a su suerte. La misma desgracia que hoy destila la ciudad en un olor que confundimos con las alcantarillas, pero en realidad es el olor de la inequidad, del abandono y la desesperanza.

Señor Saramago, aquí también estamos en la ceguera, marginándonos a nosotros mismos, matándonos entre nosotros mismos y actuando como si nada pasara, perdiendo lo que usted ha dicho que es lo último que se debe perder: la dignidad.