domingo, 1 de noviembre de 2009

PROHIBIDO DESNUDARSE

Por Claudia Ayola

El editorial del periódico El Espectador del martes, titulado La censura erótica, me hizo pensar en el Tino Asprilla. Les contaré. El texto que cito hace referencia al proyecto de ley de la senadora Claudia Rodríguez de Castellanos, por el cual se pretende reglamentar la exhibición de imágenes e información en las portadas de medios impresos y electrónicos, de tal suerte que se prohíban las imágenes de personas desnudas o semidesnudas en posturas eróticas.
La senadora tiene sus argumentos, pero dígalo de la manera que lo diga, a mi modo de ver, no se trata de otra cosa que de establecer CENSURA. Una censura que posiblemente comience con la imagen y tal vez se le dé más tarde por las palabras. Tendría que preocuparse esta columna, pues nada de raro que a este paso, y si se aprueba dicho proyecto de ley, expresiones como sexo oral, sexo anal y masturbación queden prohibidas, pues una vez se dicen las palabras, en la mente se nos reproducen imágenes sexuales. Bajo los argumentos de la misma senadora, tendría que censurarse.
Pero cuál es el problema del desnudo. Obviamente no estamos hablando de pornografía, ni mucho menos de desnudos de niños o niñas, estamos hablando de imágenes de adultos que deciden desvestirse frente al lente de un fotógrafo y están de acuerdo con su publicación.
Estamos hablando de las revistas que se encuentran en los supermercados e incluso estamos hablando de la revista Soho, una de las más vendidas, que se ha destacado por presentarnos en sus portadas los desnudos mejor pagos y más controvertidos. No olvido a Juan del Mar vestido de torero y me pregunto por qué tengo una tendencia a recordar con más facilidad los desnudos masculinos…, es más, ahora me pregunto por qué no publican con mayor frecuencia desnudos masculinos. No es una sugerencia, es tan sólo una pregunta.
Estoy en contra de que el cuerpo humano sea utilizado como objeto de mercado y me molesta la imagen consumista de la mujer, pero creo profundamente en la libertad que tiene una persona para elegir si desea salir desnuda o no en una revista que tiene además, un manejo absolutamente estético y profesional del trabajo que presenta. No creo que sean las prohibiciones las que nos harán que entendamos que la mujer no es un objeto sexual, tiene que ver con crear otra consciencia y eso la senadora no lo logrará con su perverso o ingenuo proyecto de ley.
La senadora Claudia Rodríguez quiere que ahora las revistas se publiquen con señoras vestidas y señores vestidos. ¿vestidos cómo? ¿se pueden usar escotes? ¿se pueden usar transparencias? ¿tendríamos que prohibir también las imágenes de los catálogos de ropa interior y vestidos de baño? ¿pantaloncitos calientes? ¿envueltos en sábanas? ¿en baby doll? ¿tanga o hilo? ¿Quién determina qué tan vestido o desvestido se debe estar?
Creo que ya sospechan porque pensé en el Tino. Asprilla no me parece el negro más sexy que tiene Colombia. Es más, confieso que más de una vez me ha caído un poco mal. Pero alguna vez, descubrí la portada con su imagen, desnudo. La revista daba la opción de levantar un sticker que se encontraba justo sobre su pene. Era mi decisión. Si yo quería ver a Faustino completamente desnudo, simplemente debía levantar el sticker.
Sé que muchos pensarán que lo levanté y no se equivocan. Lo hice, lo hice sin dudarlo y no me arrepiento. A aquellos que no lo hayan visto, les diré algo, algunos tienen más fama que atributos reales. El caso es que una vez leí la editorial de El Espectador del martes, me pregunté, ¿la senadora Claudia Rodríguez habrá levantado el sticker que cubría el pene de Asprilla? Supongo que no. ¿Será entonces que por eso sigue con la idea de “reglamentar” las imágenes de desnudos? ¿Podría el desnudo del Tino convencerla que desistiera de la idea o por el contrario la alentaría más? Como ven, tengo más preguntas que respuestas. Espero que preguntar no sea censurado también.


QUE ME AGARRE CONFESADA


He visto la demostración de cómo ponerse la mascarilla en caso de despresurización en el avión. Sé perfectamente cómo ajustar la hebilla del cinturón de seguridad. Reconozco las salidas de emergencia y sé que en caso de evacuación en el agua, el salvavidas debe inflarse jalando o soplando por las boquillas. Sé que se encuentra debajo de la silla y que su hurto será penalizado. Sé que durante el despegue debo permanecer sentada con la ventanilla abierta, que una vez se cierran las puertas debemos apagar los objetos electrónicos y sé perfectamente que no me gusta volar. Sobre todo sé eso, no me gusta volar.
Soy de esas primitivas que sigue pensando que por algo los seres humanos no tenemos alas y aunque mi hija me siga explicando la lógica que hace que un avión se eleve, creo fervientemente que soy un animal terrestre. Mi pensamiento, anquilosado posiblemente, no pretende hacerle una campaña negativa a alguna aerolínea. Mi pensamiento, que me causa vergüenza, sólo se explica por la profunda desconfianza que siento que esa enorme máquina se venga al suelo sin una ligera probabilidad de que quede viva.
Volar es la forma más rápida, más cómoda y más segura de viajar. Aún para personas que como yo, lo sufren y no lo disfrutan. Aunque siento que este miedo es disfuncional, creo además, que lo comparto con mucha gente. Son muchos los que veo persignarse en el avión, son muchos los que veo apretar los dientes y son muchos los que se agarran fuertemente de la silla en caso de una turbulencia. He presenciado gente gritar, llorar y hasta sentirse ahogada.
Una vez viajé con el vicepresidente Santos y recuerdo que estaba acompañado de un militar. Los hombres iban sentados muy cerca a mí. Vi como le pidió a la auxiliar de vuelo que lo cambiara de lugar en el avión, le dijo que se sentía un poco mal, algo agobiado tal vez, y la mujer lo cambió de puesto. Lo llevó a clase ejecutiva y no supe más de él hasta que nos bajamos del avión. Algo me hizo presentir que tampoco le gusta volar, pero le toca.
No pretendo establecer parecidos entre el vicepresidente y yo, sería infructuoso y poco divertido, pero es obvio que mucha gente siente temor a situaciones como estas. No digo solo al avión. En otros casos, la gente siente que la muerte se puede estar dando su paseo de cerquita y la sensación de finitud y de vulnerabilidad se aferra a cada partícula de aire que se respira.
Bien, sufro con los aviones, ese es mi secreto, pero no está mal sentirnos mortales de vez en cuando. He observado que justo cuando aparece esa sensación de vulnerabilidad frente a la vida y la muerte, justo en ese momento se presentan unas intensas ganas de “ponerse al día con los afectos” y es allí cuando empezamos a decir aquello que no hemos dicho.
Conocí a un hombre - no era el vicepresidente Santos- que escribía cartas de despedida durante los vuelos. Aprovechaba las últimas hojas de los libros o incluso servilletas y allí trazaba desesperadamente últimas cartas. No murió en un accidente aéreo. De hecho, no ha muerto aún por otro causa. Pero son muchas las cartas que supe que hizo, muchas de ellas, al aterrizar, terminaban en la basura. Otras, quedaban como evidencia en las contraportadas de sus libros.
Nunca escribió sobre herencia alguna, porque de hecho era poco lo que poseía. Eran cartas en las que esencialmente escribía sobre sus sentimientos, sobre las verdades de su corazón, sobre las confesiones de sus afectos, sobre los te quiero que sentía que no había dicho. Todas, eran cartas de amor.
No considero que esté mal escribir esto en los momentos críticos de la vida. Sólo me pregunto ¿por qué esperar los críticos? Si tan desesperadamente tenemos que escribir lo no dicho y ese texto tiene varias líneas, es posible que andemos por la vida con un costal de afectos amarrados. Es posible que necesitemos de la muerte para, por fin, vomitar lo que nuestro pobre corazón tiene atrapado.
Lo crítico de la vida ocurre a cada instante. La muerte es una posibilidad ineludible de los vivos. Si de escribir cartas confesionales se trata, tendremos que estar confesados todos los días. No esperar subirnos a un avión para hacer el ridículo de escribir una carta que -no es por sonar pesimista-, será bastante improbable que sea hallada.
Insisto, volar es el medio de transporte más seguro. Nuestros miedos a la muerte pueden estar sujetos a unos acontecimientos, pero la muerte puede estar asociada a los más inimaginables e impredecibles. Tener esta consciencia no debe torturarnos, pero debe ser la razón que nos obligue a sentirnos finitos y a tener la necesidad de expresar lo que sentimos cuando lo sentimos.
Sólo espero que cuando llegue la muerte, mi cuerpo no se hinche por las palabras de amor que no dije, por todos los afectos no expresados. Sólo espero que cuando llegue la muerte, me agarre confesada… no tanto de los pecados… como de los amores.