Ojos azules, de Toni Morrison
12 de octubre, día de la raza. Cuando era niña siempre me enseñaron a celebrarlo. Recuerdo que en el colegio de monjas en el que estudiaba, participé en un baile con un ridículo taparrabo de fique. Estaba orgullosa por la fidelidad de mi vestimenta, me sentía como una auténtica indígena, pero ahora me doy cuenta de que las religiosas no estaban muy felices con mi vestimenta. Creo que se hubieran sentido más complacidas, con una india más conservadora y discreta.
De eso me di cuenta muchos años después, como también me di cuenta de que aquel día de 1492 en que el marinero Rodrigo de Triana avistó tierra después de dos meses de navegación, no era precisamente una fecha para celebrar. Por más que hicieron fuerza por hacerme creer que era el día de las razas, se parece más a la conmemoración del día en que inició el tiempo de la masacre a pueblos indígenas y en que se sometieron a negros condenándolos al desarraigo.
Pasé de la inocente felicidad pueril que celebraba la fecha en que los valientes españoles nos conquistaron, a la dolorosa idea de un grupo de salvajes delincuentes de una sociedad ambiciosa, que se arrojaron al mar buscando poder, frente a una vida en la que habían perdido todo valor, incluso el valor por ellos mismos. Que encontraron sin darse cuenta un mundo que no sabían como nombrar, porque jamás habían visto tanta belleza, y sin embargo bastaron pocos años para que sembraran ríos de sangre y de odio.
Pasé del agradecimiento por la llegada de la Iglesia, que había sido generosa al darle un Dios a los errados indios, a los sentimientos de indignación frente a pueblos enteros que fueron sometidos para que dejaran lo único que tenían, su cultura, su cosmovisión, su forma de ver el mundo.
Crecer duele porque pasé de desear disfrazarme de India Catalina, a preguntarme por ella, y por qué en una ciudad como esta se tiene un monumento de una india que traicionó a su pueblo.
Porque un día como hoy seguimos maldiciendo por no tener la piel de otro color, nos alisamos el cabello por parecernos a alguien que no somos, nos lo pintamos de rubio y somos felices porque nuestro apellido vino de España. Casi todos los apellidos vinieron de España, fue el grupo étnico dominante, pero nadie se pregunta dónde está en nuestro nombre la parte que represente a la india que alguien violó, al negro que alguien golpeó, esa historia está negada.
Quieren que hable de sexualidad en esta columna, me permito aclarar algo: Uno no puede disfrutar de otro cuerpo desnudo, cuando no somos capaces de aceptar el nuestro, nuestra historia y saber lo que somos. Eso se llama identidad, si yo no soy, no puedo ser con otro, ni puedo entregarme al espacio sublime del abrazo, porque niego lo que soy. Ni puedo amar infinitamente al hijo que nace de ese abrazo, porque su cuerpo me recordará el cuerpo negado de mi propio cuerpo, y el cuerpo negado de nuestra historia.
Es el día de la raza. Se supone que celebremos la diversidad, el mestizaje, pero en una ciudad de negros no admiten la entrada de negros. Aquí la gente tiene que acudir a la acción de tutela después de haber sido rechazada por un portero negro por ser una mujer negra que intenta entrar a un lugar. El portero negro sigue instrucciones de un jefe que es blanco, o que cree que es blanco. Qué es lo que celebramos.
Cuerpos que no se aceptan, que caminan tristes. Una vez conocí a un hombre en un lugar lejano, me explicó el motivo de su distancia “ser negro y ser homosexual es como una maldición en mi tierra”, y ser mujer y ser negra, y ser indio. El desprecio sobre el cuerpo por la condición racial no sólo desprecia lo que somos, desprecia de dónde venimos. Cuerpos condenados al desprecio centenario, al desarraigo, deseando parecer lo que no son, víctimas de la discriminación más perversa, la discriminación por sí mismos.
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