domingo, 24 de agosto de 2008

LA ESCUELA: UN MONSTRUO QUE ROBA CUERPOS

Para Álvaro Restrepo,
por atreverse, por los cuerpos devueltos.

La niña le exige a su madre una cebolla para su examen de ciencias. La madre convencida de que se trata de algún experimento que realizarán para la clase, se la compra donde la señora Clemencia, la de la tienda. La niña impaciente le dice a su madre que no ha entendido, que esa no es la cebolla que pide su maestra. Lo que le han exigido es que para su examen de ciencias lleve una cebolla en su cabeza, es la condición para presentarlo, un peinado en el que se recoge todo su cabello en un moño que se irgue como una cebolla a pocos centímetros de la mollera.

La niña era mi hija. La maestra una mujer que apenas atropellaba el español y vivía con tres perros. La madre indignada, yo, quien ahora escribe con la misma indignación sobre la manera como la escuela toma forma de monstruo que se chupa la libertad de los cuerpos de los niños y las niñas, que succiona su alegría, sus ganas de ser uno cada uno, de mojarse en la lluvia y llenarse las uñas de tierra.
La profesora pretendía que todas las niñas fueran con la cabeza peinada al estilo de disciplinadas bailarinas de ballet, esta era su estrategia para evitar que las niñas tuvieran la posibilidad de copiarse ocultándose detrás de sus cabellos. La dominación de los cuerpos es la manera más apropiada de explicar restas en matemáticas, se les resta libertad, se les resta expresión, se les resta identidad, se les resta felicidad. A esta profesora no se le ocurría promover la conciencia moral de sus estudiantes, no, ella les mandaba a hacerse cebollas.
No identifico el grado de optimismo que tendría Foucault al escribir el capítulo de Vigilar y Castigar, llamado Los cuerpos dóciles. Si Foucault pensó que al escribirlo iba a cambiar en algo al mundo, me da tanta pena por él cuando veo a las escuelas dominando cuerpos, adueñándose de ellos.
No sé si la Secretaría de Educación de esta ciudad lo sabe, pero en Cartagena aún se educa a golpes a los niños y niñas en las escuelas. Mi madre siempre me decía que en su época de estudiante las monjas pellizcaban. Yo me he encontrado con niños que han sido cacheteados por sus maestras, en medio de la clase y con la amenaza de volverlo a hacer si es necesario.
Hace algunos años tuve la desgracia de conocer en un hospital a un niño al que la maestra le había cercenado el dedo con la puerta del salón de clase. Ella lo obligaba a salir y él insistía en entrar, en el forcejeo la maestra cerró la puerta con tal tino que le cortó de tajo una falange a un niño que no superaba los 10 años. A este niño le robaron su dedo, al resto se les sigue robando la posibilidad de ser dueños de su propio cuerpo.
Encuentro asquerosamente irónico que después en las mismas escuelas se juzguen como problemáticos casos de niños y niñas violentos, que consumen drogas o tienen embarazos a temprana edad. Nadie puede cuidar un cuerpo que no le pertenece y las escuelas no han enseñado a los niños y a las niñas a amar su cuerpo, no les han enseñado sentido de pertenencia, responsabilidad y autonomía sobre él, ha sido más importante exigir que los ganchos para el pelo tengan el mismo color de la falda, o que los zapatos tenis sean 100% blancos o que lleven los niños el cabello corto.
Nada de esto guarda ningún sentido con la educación. Las prohibiciones no fomentan para nada el pensamiento crítico. La escuela pública o privada se olvida que el sujeto es cuerpo al mismo tiempo y genera unos discursos que nada tienen que ver con la manera como se restringe ese cuerpo, se gastan horas de clases hablando sobre los derechos humanos y kilos de tiza repasando sobre los derechos de la infancia
Si los adultos que somos ahora tenemos una sexualidad triste y fastidiosa, si somos de aquellos que andamos por la vida poniéndonos aburridos horarios para hacer el amor, si se nos olvida que sentimos placer y actuamos como unos robots, deberíamos con toda firmeza ir hasta la escuela en la que nos educamos, pasar por las mismas puertas que pasamos cada mañana con nuestro uniformito bien planchado y con el susto de haber olvidado en casa alguna tarea, entonces, debemos ir a buscar al rector o al maestro si no se han muerto ya o están retirados en una mecedora de algún patio, aunque sea debemos ir a reclamarles a las paredes, a las sillas donde nos sentamos, al tablero, a la tiza, a lo que sea, y exigirles que nos devuelva nuestros cuerpos con la agonía de saber que eso ya nunca pasará.

martes, 19 de agosto de 2008

MARCAS DE PASIÓN O CONTROL

“-No, no soy Dios, pero sí lo conozco.
-¿Cómo es él? —le pregunto.
Y él me responde:
-Es así.
Y me da su tamaño, su peso, sus medidas”

Fragmento de Un agujero, de Héctor Rojas Herazo.

Cuando Rosa está celosa no encuentra qué hacer. .., del desespero empieza a morder. Pobre Rosa, desgastando sus labios y sus dientes marcando al ganado con el que duerme cada noche. Ella como muchos otros seres humanos cree que las relaciones de pareja son una manera de comprar un terrenito, se compra la piel del otro, medida y pesada como en un cuento de Héctor Rojas Herazo. Así, esa piel poseída, se transforma en cuerpo marcado que carga un mensaje, el mensaje de la escritura pública que anuncia la posesión.
Uñas, dientes, labios que succionan, garras que se entierran, escritos en el cuerpo que anuncian en una valla grande: Propiedad privada, este terreno no se vende, ni se alquila, ni se permuta. Los perros orinan a los postes marcando la misma territorialidad que los seres humanos marcamos sobre la piel que consideramos nuestra.
Versiones capitalistas del amor, manifestaciones posesivas en las que todo lo que hace parte del patrimonio materialista, tarde o temprano, también es susceptible de tener precio. Cuando el cuerpo se posee como cosa material, el cuerpo se desprende de su propia subjetividad y se convierte en un pedazo de carne con tripas y huesos, algo que cabe en una bolsa del mercado y en una caja de tomates.
Dejamos de ser sujetos para convertirnos en objetos, en cosas que andan por allí, y nuestra alma pasa a ser un contenido preso en el terreno de otro y las relaciones empiezan a ser nuestras cárceles.
Sin embargos existen otras formas de relacionarse con el cuerpo del otro, en el que las marcas no son otra cosa que recuerdos, huellas fantásticas de los caminos recorridos por la intensidad de cada caricia. Todo rastro que dejamos en el cuerpo del otro, sólo debe ser el rastro de nuestra cercanía, de aquella proximidad alucinante en la que deseamos tanto al otro que lo queremos hacer parte de nuestro propio cuerpo sin dejar de ser nosotros lo que somos y sin robarle la esencia a ese otro.
Así, cada marca se vuelve recuerdo de aquel momento en el que fuimos uno solo en el mismo abrazo para luego, cuando nos soltamos, nos hacemos cada uno más sí mismo. Un abrazo en el que no perdimos nada, un abrazo del que al separarlo nos quedamos serenos, reconociéndonos juntos, reconociéndonos separados.
Los rastros del deseo no deben confundirse con la pata que levanta un perro al orinar el viejo hidrante. Sería un caso de suplantación, en el que se confunde un amante con un carcelero, con un dueño, con un amo, con un perro, con un propietario.
El sentido de la escritura sobre el cuerpo del amante depende del mensaje, del fin, de la pretensión, de la intencionalidad y de las razones que tenemos, así los grafemas parezcan los mismos labios, hay marcas que son de infinito deseo y otras simplemente de egoísta posesión.
Qué es lo que quiere de mi cuerpo. Qué mensaje escribe en él. Me muerde como una manzana cuando arde del deseo o sólo ejerce el derecho del poseedor. Qué es lo que dejo en su cuerpo. Son las ganas de amarlo o de dominarlo. Una delgada línea de cuestionamientos se traza entre los cuerpos que son amados con pasión y aquellos sobre los que se impone control.

lunes, 4 de agosto de 2008

LA CEGUERA BESANTE QUE APRENDIMOS

Para aquel que siempre es una luz en mis tinieblas.

Cuando era niña me sentaba frente al televisor a ver novelas. Casi todas eran mexicanas. A mi abuela le gustaban tanto que alquilaba videos de varios capítulos de una misma novela y en las noches, con un vaso de avena fría que ella misma preparaba, hacía un maratón de Los ricos también lloran, La Fierecita, La esclava Isaura y Bianca Vidal.
Me sentaba a su lado, a pesar de que mi padre estaba convencido de que ver novelas a mi edad podía embrutecerme. Ahora pienso como él. Es posible que mi porcentaje de embrutecimiento se explique por aquellas noches a media luz, con mi abuela en la mecedora de al lado y con el reflejo centelleante de la imagen del televisor que presentaba circunstancias que a mi corta edad no lograba comprender.
Allí aprendí a besar. Recibí ilustraciones protagonizadas por personajes que creía conocer realmente. Las malas, esos personajes antagónicos de las novelas, eran bellas, pérfidas y sobre todo brillantes. Las buenas, eran tontas, aburridas y lloronas. Los besos de las buenas y las malas tenían algo en común, todas besaban con los ojos cerrados.
Muchas mujeres de mi generación recibieron sus primeras clases de besos sentadas frente al televisor, suspirando por amores que parecían propios. Ahora creo que son las novelas las causantes de nuestra ceguera besante, esa negación a verle la cara de placer al prójimo cuando lo tenemos pegado a la boca.
Se supone que cerramos los ojos para concentrarnos más en lo que justamente se siente en la boca y no es una mala idea, pero la verdadera fatalidad es que creamos inconcebibles acercamientos con los ojos abiertos. En el sexo nos privamos con frecuencia de infinitos estímulos visuales que lastimeramente pasan frente a nuestros ojos cerrados.
La sexualidad está aún muy teñida de culpas católicas y no ver es la elección propia del camino de la vergüenza. Los hombres, menos culpabilizados, se atreven a descubrir la imagen erótica de la pareja, pero las mujeres nos negamos con frecuencia a descubrir al otro y a descubrirnos a nosotras mismas. Somos una especie de avestruz sexual, creyendo que si cerramos los ojos nada estaría pasando.
Detrás del pudor ciego de la sexualidad, a la final lo que se siente es miedo de quedar atrapados entre la mirada que nos devora y nuestros propios deseos. La mojigatería invidente es de tal tamaño, que muchas personas cierran los ojos desde el cortejo sexual y no los vuelven a abrir hasta que todo se ha acabado. Es una tristeza, pero muchos ni siquiera sospechan cómo es la cara de su pareja cuando llega al orgasmo, ni cómo sus labios entre abiertos forman ángulos perfectos cuando se encuentran en exquisito deleite por nosotros mismos.
La claridad y la oscuridad son opciones maravillosas para darle grados de luminosidad al amor, pero apagar la luz es una estrategia infame cuando tiene como pretensión aumentar nuestra ceguera, la negación de nuestro propio cuerpo y la negación de otro. Una cosa es jugar a encontrar nuestra piel en medio de una espesa oscuridad y otra distinta es huir del encuentro en medio del pretexto de las tinieblas.
Cuando el sexo usa los ojos descubre infinitas posibilidades que alimentan nuestros sentidos y lo que vemos se vuelve música que se atrapa por los ojos, descubrir la generoso paisaje del pecho que nos abraza, la locura de sus ojos agónicos y cada giro que dibuja la forma de su cuerpo, se suma a un éxtasis fantástico en el que la realidad que tenemos al frente supera cualquier ceguera imaginable. Ver o no ver, ese también es el dilema. Si cerramos los ojos lo imaginamos, si los abrimos allí estaremos, entregados, desnudos y hallados.
Culpo todas esas novelas de los años 80, las culpo a todas. Infames, nos educaron en la represión del voyerismo de nuestra propia intimidad. En algún lugar leí que la rana es el único animal que cierra los ojos cuando traga para no ver lo que se come, lo que me parece un acto de irresponsabilidad y poca cortesía de su parte. Podemos atrevernos a abrir los ojos, pero con el corazón entre las manos, porque de cualquier manera como en Ensayo sobre la ceguera de Saramago, es macabro ser vidente en un mundo de tantos ciegos.