“Ves, esa es la diferencia, —anuncia ella— sentir que uno ama es como estar dormido, y decir te amo, es como estar muerto, es para siempre”
Antología del amor y el desamor, Nahuel Larraqui
¿Cómo se niega a un ser humano? ¿Cómo se niega la historia? Esta tarde vi dos tijeretas volando juntas, casi nunca ocurre. Son aves solitarias, pero de vez en cuando se acompañan. Mientras intentaba seguir su vuelo, pensé en estas aves sin alas que somos todos nosotros, que anhelamos y soñamos sueños que no llegan. Tan atribulados, tan encerrados en nuestro propio mundo inventado para sufrir. Hoy escribo sobre el fin.
Hay amores que se acaban porque se acaba el amor y otros porque se acaba la vida, no lo he dicho yo, lo escuché maravillada de unos atrevidos escritores que en el Hay Festival discutían sobre el amor y el desamor. Vaya que son locos y atrevidos, pero así son los escritores, ellos sí saben de estas cosas, saben que no saben nada. Los demás creemos que sabemos algo, pero no tenemos la menor idea.
Yo agregaría que hay amores que no se acaban ni cuando se acaba el amor, ni cuando se acaba la vida. Subiela lo presiente en “No te mueras sin decirme a dónde vas”, hay amores que no se acaban ni cuando la despiadada muerte llega. Esos amores se burlan de la muerte, se le ríen en la cara y aunque esta desalmada se lleva la vida de uno de los amantes, el amor se queda.
El desamor produce tanto dolor, que son momentos en los que uno alcanza a envidiar a los muertos, esos muertos con sus caras de muertos, que se salvan del dolor en el pecho y de la agonía de ser olvidados. Se mueren riéndose de salvarse de estos dolores humanos, incompresibles y ensordecedores.
A esos amores que no se acaban ni porque se acaba el amor ni porque se acaba la vida, a esos amores el fin los desconoce. Y el fin llega con su cara de fin, que seguramente debe llevar una corbata y un vestido oscuro, porque el fin es circunspecto, arrasador, con manos de fin y con la mirada vacía, porque el fin no tiene fondo en sus ojos. Y llega tan serio, creyéndose ser fin siempre, exigido por la vida, con su porte de necesario y saludable, con su actitud de “esto es lo mejor” y no reconoce a estos amores. Y estos amores de los que hablo, se pueden sentar a conversar cerca al fin, servirse una copa de vino y hasta brindar con él y pasar inadvertidos.
Porque lo que se ama siempre se ama siempre. Lo que se ama siempre sale a bailar con la muerte, se toma un trago con el fin, se embriaga con “el deber ser” y conversa con “lo que diga la gente” y a la final sólo reconoce al amor, y sale del lugar con el amor, y es al amor al que le hace el amor.
Y el amor no es una sola persona, el amor es el amor, y en ocasiones son varias personas. Porque fuimos los seres humanos los que nos inventamos que Dios había dicho que sólo podíamos amar a alguien, cuando la versión más hermosa de Dios es un Dios que nos ama a todos. Pero nos los inventamos duro, lo inventamos exigente y con condenas, para garantizar nuestro sufrimiento y para que el amor se las vea mal y a veces se convierta en odio.
Las historias humanas no tienen fin. Se acabó la II Guerra Mundial y llegó la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, y la guerra entre palestinos e israelíes que parece no acabarse jamás. Una película sobre el desastre del 11 de septiembre se acaba, pero en la vida real sabemos que la masacre más grande apenas comenzaba. Y ocurrió lo de Afganistán y ciudadanos de todo el mundo viven con miedo de que el monstruo aparezca en el momento más inesperado.
Nuestras vidas no se acaban cuando se cierra el libro o cuando se enciende la luz en la sala de cine. La vida sigue y el amor verdadero sigue con ella. El escenario puede cambiar, el atardecer ser más tenue, llegar la época de lluvia y la de cosecha, la temporada de pesca, la sequía, pero el amor que es para siempre sobrevive transformándose en atardecer, lluvia, cosecha, pesca, sequía, sobrevive con la calma profunda de alguna vez haber sido siempre.